viernes, 17 de febrero de 2012

Yo hago lo que me enseñó la tierra

Yo hago lo que me enseñó la tierra, allá en mi infancia, en mi jardín primitivo. Me enseñó a esperar y a observar. Me enseñó a embeberme de tierra hasta estallar, me enseñó a ser paciente.
Mi jardín, ese cielo dorado de vida, de vida verde. Mis manos puestas ahí, mis manos y mi ilusión puestas ahí, en la tierra. Mis horas, mis soles, mis ardores. Todo puesto ahí, en la tierra. Esa tierra cuyas raíces me sumergían hondo donde yo podía respirar, al fin, tranquilo. Esa tierra era mía. Esa tierra era yo. Mi tiempo era de tierra, no de otra cosa.
Me enseñó a plantar para cosechar, a aprender las particularidades de cada plantita que allí crecía. Mi inocencia gobernando todo, ver todo por primera vez, sentir ese asombro sin sombras, claro. Con sol. Con la vida abriéndose paso, a la fuerza, para salir de la tierra. La libertad de la semilla es un nuevo modo de vida. Ni más ni menos. La libertad es transformarse y ver el sol. Alimentarse.
Yo observaba (y gobernada) todo, era sublime ver crecer una planta nueva, ver la vida abriéndose paso. Era sublime. Y cuánto. Nunca nada se repetía, cada nacimiento era el primero y yo maravillaba mi mirada que nunca se cansaba de mirar. Por eso las palabras reveladas, porque hay palabras que son tierra donde crecen y toman forma las cosas más profundas.
Mis manos también se hacían raíces con la tierra, mis manos solo acompañaban lo que la naturaleza mágicamente resolvía. Éramos uno. La conjunción perfecta de la verde eternidad, que era mía. Solo mía. Eternidad que era libertad. Recuerdo (ahora) en sintonía porque había muchos sonidos que acompañaban todo esto. El sonido de la tierra, su sintonía. La textura, el texto que tejían las raíces. El texto oculto (para los demás, no para mí) que formaba una sinfonía subterránea.
Eso es mi pasado. La tierra. Mis raíces, mis pasos allá abajo (dando tumbos) que seguro aún retumban entre tanto tejido de raíces que se fueron para abajo, donde un mundo, perenne. Donde la tierra, perenne. Donde yo (Eduardito obstinado) también atravezaba los años. Donde no había nada feo, nada que me hiciera sufrir; nada que yo no entendiera o que yo no pudiera resolver. En ese mundo fui feliz. De ese mundo vengo y en ese estoy, cuando cierro los ojos y siento esa revelación transpirada. En los recuerdos que laten en mi corazón yace todo mi poder

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